Me pesan los ojos y me pican. Cada hueso de mi esqueleto cruje en cuanto hago el más mínimo movimiento. Mi musculatura grita por romper las barreras de la piel e irse. Sola. Lejos. Pero lo peor no es eso... ¡Ójala fuera eso! Lo peor es mi mente. Cómo es libre. Como tiene la libertad que no tiene mi cuerpo y hace unos recorridos Madrid - Madagascar en cuestión de milésimas de segundo. Lo peor es eso. Es ver como no soy capaz de controlarla. Como se abstrae de las actas de la Inspección de Trabajo y de la Herencia para dedicarse a escribir sobre amor. Sobre desamor, más bien. Eso es lo peor. Ser prisionera de tí misma. Mantener una lucha constante por quitarte la lanza que amenaza tu frente y ver cómo esa lanza, ante tu asombro, sigue ahí. Lo peor es eso. Lo peor es la tristeza. Ya no la desilusión, el miedo, la angustia, la torpeza, el nerviosismo, el futuro... Lo peor es la tristeza que te envuelve en un manto celeste y sonríe. Porque la tristeza sonríe. Sonríe por ser triunfadora. Sonríe por pisar a su reverso, el amor, la felicidad. Sonríe porque es propietaria de cada parte de tí, tanto física como mentalmente. Y su séquito lacrimal, a veces, se exterioriza. El séquito lacrimal es la parte del ejército de la tristeza que no está dispuesta a someterse a ella y sale al exterior, "se hace ver", para reclamar ayuda. El problema es que poca ayuda puede tener cuando esta batalla se está lidiando en una selva desierta, llena de frondosidad pero a fin de cuentas, desierta, en la que tú misma, eres tu propio enemigo. Porque llega un momento en el que comprendes que estás luchando contra las Moras. Que luchas contra tí misma.
Si mil fueran las noches, mil serían
¿Quién llega libre a la hora de morir?
Donde acaba la fé que puse en tí;
La mente delira, cree, ama, siente.
La vida, cuando se trata de malos tragos, es repetitiva hasta la saciedad. Una acaba acostumbrándose... No significa eso que no hagan su entrada en escena los dos protagonistas de esta obra que es mi vida. Dos protagonistas que vienen conmigo como mis dos brazos, mis dos piernas, mis dos pechos... El dolor y la humillación.
Dícese del dolor que taladra, que bloquea. Háblase de él como contaminador de la fibra nerviosa. Cuenta como oculta la sonrisa y la posee. El dolor sonríe usando el robo. Valiéndose de lo que no es suyo. Es como el triunfador estético repleto de joyería ilícitamente adquirida. Ese es el dolor, un grandísimo espadachín, cuya única preparación es esa: el arte de destruir, ornado con ostentosa joyería, diamantes en línea recta y agrupados en dos filas. Y va ganando territorio. Va conquistando. Va haciendo suyo por la fuerza lo que no lo es. Y el oponente se rinde porque detecta la sonrisa. Es lo primero que se ve. Y a ella se le teme. Si el espadachín zurdo ha logrado tenerla, apoderarse de ella... no hay ya defensa posible. Todo está perdido. Definitiva y efectivamente. Mi alma ya es pro vincere; sólo queda el cuerpo, la fachada para aparentar. Como en cualquier dictadura: que no se note lo que pasa entre los civiles. Cuenta el dolor con un aliado. El espadachín es un estratega. Domina el arte de la guerra como si de la cabeza de Athenea hubiera nacido. Así, se acompaña de un instrumento de persuasión. Un instrumento de distracción. Un instrumento con la capacidad de convencer de la necesidad del dolor, de buscar su legitimidad, su justificación. De esta manera es casi imposible expulsar de la provincia, pues ya es Derecho. La humillación. Ella, en su papel de mujer, sin perdón, contribuye a ofuscar, a confundir, a hacer de A una B. ¿Cómo? Exponiendo sus fuertes argumentos elocuentemente. Sin miedo al público, disfrutando de él; haciendo la entonación perfecta. Consiguiendo la máxima capacidad literaria. Ya no queda ninguna duda de lo poco que vales. Pues ¿quién decide esa cuestión? He oído opiniones de todo tipo que, básicamente, se resumen en que lo haces tú o lo hacen los demás. No sé por cuál decantarme, pues ¿qué me importa lo que digan los demás? Pero ¿qué valor tiene juzgar algo que tú misma has creado? Ambas posiciones son, a mi juicio, igual de válidas e igual de estúpidas. No obstante las dos me llevan a la misma conclusión: cero.
Podeis encadenar mis manos,
Podeis encerrarme eternamente,
¡Decidid por mí si quereis!
Pues nunca será suficiente:
Mi alma seguirá siendo libre.
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